EL FEDÓN
Platón
Introducción y Primera parte
INTRODUCCIÓN
(57a-59b)
Personajes del diálogo
EQUÉCRATES, FEDÓN, APOLODORO,
SÓCRATES, CEBES,
SIMMIAS, CRITÓN, EL SERVIDOR DE
LOS ONCE.
EQUÉCRATES.- ¿Estuviste tú, Fedón, con Sócrates el día aquel en que bebió el veneno en la cárcel, o se lo has oído contar a otro?
FEDÓN.-Estuve yo personalmente, Equécrates.
EQUÉCRATES.- *¿Y qué es lo que dijo antes de morir? ¿y cómo acabó sus días? Con gusto te lo oiría contar, porque ningún ciudadano de Fliunte va ahora con frecuencia a Atenas, ni tampoco, desde hace mucho tiempo, ha venido de allí forastero alguno que haya sido capaz de darnos noticia cierta sobre esta cuestión, a no ser lo de que bebió el veneno y murió. De lo demás no han sabido decirnos nada.
*FEDÓN.-¿Ni siquiera os habéis enterado, entonces, de qué manera se llevó a cabo el proceso?
EQUÉCRATES.-Si, eso nos lo ha contado alguien. Y nos extrañamos por cierto de que, acabado el juicio, hace bastante tiempo, muriera mucho después, según es evidente. *¿Por qué fue así, Fedón?
FEDÓN.-Hubo con él, Equécrates, una coincidencia: el día antes del juicio dio la casualidad de que estaba con la guirnalda puesta la popa del navío que envían los atenienses a Delos.
EQUÉCRATES.-Y ese navío, ¿qué es?
FEDÓN.-La nave en la que, según dicen los atenienses, llevó *Teseo un día a Creta a aquellas siete parejas, y no sólo las salvó, sino que también él quedó a salvo. Hicieron entonces los atenienses, según se dice, el voto a Apolo de que si se salvaban llevarían todos los años a Delos una peregrinación; peregrinación ésta que desde entonces envían siempre cada año al dios, incluso ahora. Pues bien, una vez que comienzan la peregrinación, tienen la costumbre de tener libre de impureza a la ciudad durante ese tiempo, y de no dar muerte a nadie por orden estatal, hasta que la nave llegue a Delos y regrese de nuevo a Atenas. Y esto, a veces, cuando por una contingencia los vientos los detienen, lleva mucho tiempo. La peregrinación comienza una vez que el sacerdote de Apolo corona la popa de la nave; y esta ceremonia, como digo, era la que casualmente se había celebrado la víspera del juicio. Por esta razón fue mucho el tiempo que pasó Sócrates en la prisión desde su sentencia hasta su muerte.
EQUÉCRATES.-Y ¿cómo fueron las circunstancias de la muerte? ¿Qué fue lo que se dijo o se hizo? ¿Qué amigos fueron los que estuvieron con él? ¿O no les dejaron los magistrados estar presentes, y acabó sus días solo y sin amigos?
FEDÓN.-No, estaban allí algunos, muchos incluso.
EQUÉCRATES.-Procura, entonces, relatarnos todo con la mayor exactitud posible, si es que no tienes algún quehacer que te lo impida.
FEDÓN.-No, por cierto; estoy libre de ocupaciones, e intentaré contároslo, pues el evocar la memoria de Sócrates, bien hable yo o le oiga hablar a otro, es siempre para mí la cosa más agradable de todas.
EQUÉCRATES.-Pues bien, Fedón, en los que te van a escuchar tienes a otros tantos como tú. Ea, pues, intenta exponernos todo con la mayor precisión que puedas.
FEDÓN.-Por cierto que al estar yo allí me sucedió algo extraño. Pues no se apoderaba de mí la compasión en la idea de que asistía a la muerte de un amigo, porque *se me mostraba feliz, Equécrates, aquel varón: no sólo por su comportamiento, sino también por sus palabras. Tan tranquila y noblemente moría, que se me ocurrió pensar que no descendía al Hades sin cierta asistencia divina, y que al llegar allí iba a tener una dicha cual nunca tuvo otro alguno. Por esta razón no sentia en absoluto compasión, como pareceria natural al asistir a un acontecimiento luctuoso, pero tampoco placer, *como si estuviéramos entregados a la filosofía tal y como acostumbrábamos; y eso que la conversación era de este tipo. Sencillamente, había en mí un sentimiento extraño, una mezcla desacostumbrada de placer y de dolor, cuando pensaba que, de un momento a otro, aquél iba a morir. Y todos los presentes estábamos más o menos en un estado semejante: a veces reíamos y a veces llorábamos, pero sobre todo uno de nosotros, Apolodoro. Pues ya lo conoces a él y su modo de ser.
EQUÉCRATES.-¿Cómo no voy a conocerle?
FEDÓN.-Encontrábase, es cierto, en completo abatimiento; pero yo también estaba conmovido, y asimismo los demás.
EQUÉCRATES.-¿Y quiénes, Fedón, estaban por ventura allí presentes?
FEDÓN.-Ese que te digo, Apolodoro, que formaba parte del grupo de sus paisanos, juntamente con Critobulo, su padre: Hermógenes, Epígenes, Escluines y Antístenes, y estaban también Ctesipo el Peanieo, Menéxeno y algunos otros del país. Platón estaba enfermo, según creo.
EQUÉCRATES.-¿Y había algún extranjero?
FEDÓN.-Sí, Simmias el tebano, Cebes y Fedonda de Mégara, Euclides y Terpsión.
EQUÉCRATES.-¿Y qué? ¿Se encontraban con ellos Aristipo y Cleómbloto?
FEDÓN.-No, por cierto. Se decía que estaban en Egina.
EQUÉCRATES.-¿Estaba presente algun otro?
FEDÓN.-Si no me equivoco, creo que fueron sólo éstos los que estuvieron.
EQUÉCRATES.-¿Y qué más? ¿Qué conversaciones dices que hubo?
PRIMERA PARTE
FEDÓN
[59c-63b]
FEDÓN.-Voy a intentar exponerte
todo minuciosamente, desde el principio. Te diré, pues, que ya los días
anteriores solíamos ir sin falta, tanto yo como los demás, a ver a Sócrates,
reuniéndonos al amanecer en el tribunal donde se había celebrado el juicio,
pues estaba cerca de la cárcel. Allí esperábamos siempre a que se abriera la
prisión, charlando los unos con los otros, porque no se abría muy de mañana.
Una vez abierta, entrábamos a visitar a Sócrates, y las más de las veces
pasábamos el día entero con él. Pero en aquella ocasión nos habíamos reunido
aún más temprano, porque el día anterior, cuando salimos de la prisión, a la
caída de la tarde, nos enteramos de que la nave había regresado de Delos. En
vista de ello, nos dimos los unos a los otros el aviso de llegar lo más pronto
posible al lugar de costumbre. Llegamos, y saliéndonos al encuentro el
carcelero que solía abrirnos nos dijo que esperáramos y que no nos
presentáramos allí hasta que él lo indicara.
-Los Once -nos dijo- están quitándole los grilletes a Sócrates y dándole la noticia de que en este día morirá. Mas no tardó mucho rato en volver y nos invitó a entrar. Entramos, pues, y nos encontramos a Sócrates que acababa de ser desencadenado, y a Jantipa -ya la conoces- con su hijo en brazos y sentada a su lado. Al vernos, Jantipa rompió a gritar y a decir cosas tales como las que acostumbran las mujeres.
-¡Ay, Sócrates!, ésta es la última vez que te dirigirán la palabra los amigos y tú se la dirigirás a ellos.
-Sócrates, entonces, lanzó una mirada a Critón y le dijo:
-Critón, que se la lleve alguien a casa. Y a aquélla se la llevaron, chillando y golpeándose el pecho, unos criados de Critón.
Sócrates, por su parte, sentándose en la cama, dobló la pierna, restregósela con la mano, y, al tiempo que la friccionaba, dijo:
**-¡Qué cosa más extraña, amigos, parece eso que los hombres llaman placer! ¡Cuán sorprendentemente está unido a lo que semeja su contrario: el dolor! Los dos a la vez no quieren presentarse en el hombre, pero si se persigue al uno y se le coge, casi siempre queda uno obligado a coger también al otro, como si fueran dos seres ligados a una única cabeza. Y me parece - agregó - que si hubiera caído en la cuenta de ello Esopo hubiera compuesto una fábula que diria que la divinidad, queriendo imponer paz a la guerra que se hacían, como no pudiera conseguirlo, les juntó en el mismo punto sus coronillas; y por esta razón en aquel que se presenta el uno le sigue a continuación el otro. Así también me parece que ha ocurrido conmigo: una vez que por culpa de los grilletes estuvo en mi pierna el dolor, llegó ahora en pos suyo, según se ve, el placer.
Interrumpiéndole entonces Cebes, le dijo:
-¡Por Zeus!, Sócrates, que has hecho bien en recordármelo. Sobre esos poemas que has compuesto, poniendo en verso las fábulas de Esopo y el himno a Apolo, ya me han preguntado algunos, pero sobre todo Eveno, anteayer, por qué razón los hiciste una vez llegado aquí, cuando anteriormente jamás habías compuesto ninguno. Si te importa, pues, que yo pueda responder a Eveno cuando de nuevo me pregunte, porque bien sé que me preguntará, dime qué debo decir.
-Pues dile, Cebes -le contestó-, la verdad; que no los hice por querer convertirme en rival suyo ni de sus poemas, pues sabía que esto no era fácil, sino por tratar de enterarme qué significaban ciertos sueños, y también por cumplir con un deber religioso, por si acaso era ésta la música que me prescribían componer. Tratábase, en efecto, de lo siguiente: Con mucha frecuencia en el transcurso de mi vida se me había repetido en sueños la misma visión, que, aunque se mostraba cada vez con distinta apariencia, siempre decía lo mismo: ¡Oh Sócrates, trabaja en componer música! Yo, hasta ahora, entendí que me exhortaba y animaba a hacer precisamente lo que venía haciendo, y que al igual que los que animan a los corredores, ordenábame el ensueño ocuparme de lo que me ocupaba, es decir, de hacer música, porque tenia yo la idea de que la filosofía, que era de lo que me ocupaba, era la música más excelsa. Pero ahora, después de que se celebró el juicio y la fiesta del dios me impidió morir, estimé que, por si acaso era esta música popular la que me ordenaba el sueño hacer, no debía desobedecerle, sino, al contrario, hacer poesía; pues era para mí más seguro no marcharme de esta vida antes de haber *cumplido con este deber religioso, componiendo poemas y obedeciendo al ensueño. Así, pues, hice en primer lugar un poema al dios a quien correspondía la fiesta que se estaba celebrando. Mas después de haber hecho este poema al dios caí en la cuenta de que el poeta, si es que se propone ser poeta, debe tratar en sus poemas mitos v no razonamientos; yo, empero, no era mitólogo, y por ello precisamente entre los mitos que tenía a la mano y me sabía - los de Esopo - di forma poética a los primeros que al azar se me ocurrieron. Dile, pues, esto a Eveno, Cebes, y que tenga salud, y que, si es hombre sensato, me siga lo más rápidamente posible. Me marcharé, según parece, hoy, puesto que lo ordenan los atenienses.
Entonces Simmias dijo:
-¡Qué consejo éste que le das a Eveno, Sócrates! Muchas son ya las veces que me he tropezado con ese hombre, y estoy por decir, a juzgar por lo que yo tengo visto, que en modo alguno te hará caso de buen grado.
-¿Y qué? -replicó Sócrates-, ¿no es filósofo Eveno?
-A mí al menos me lo parece -contestó Simmias.
-Pues entonces Eveno se mostrará dispuesto a ello, como todo aquel que tome por esa ocupación un interés digno de ella. Sin embargo, posiblemente no ejercerá sobre sí mismo violencia, pues esto, según dicen, no es lícito. -Y al tiempo que decía esto hizo descender sus piernas hasta tocar el suelo, y así sentado continuó el resto de la conversación.
Preguntóle entonces Cebes:
-¿Cómo es que dices, Sócrates, por un lado esto de que no es lícito ejercer violencia sobre si mismo y por otro que el filósofo estaría deseoso de seguir al que muere?
-¿Y que, Cebes, no habéis oído hablar, tú y Simmias, de tales cuestiones, habiendo sido discípulos de Filolao? (Filolao, el pitagórico).
-Con claridad, al menos, no, Sócrates.
-Pues también yo hablo sobre esto de oídas. Así que lo que buenamente he oído decir no tengo ningún inconveniente en repetirlo. Es más, tal vez sea lo más apropiado para el que está a punto de emigrar allá el recapacitar y referir algún mito sobre cómo pensamos qué es esa emigración. Y ¿qué otra cosa se podría hacer en el tiempo que falta hasta que se ponga el sol?
-Entonces, Sócrates, ¿en qué se basan los que dicen que no es lícito darse muerte a sí mismo? Porque yo, como tú me preguntabas hace un momento, ya le oí decir a Filolao, cuando vivía con nosotros, y a algunos otros, que no se debía hacer eso. Pero algo definitivo sobre ello jamás se lo he oído a nadie.
-Pues es menester no desalentarse -dijo-, porque tal vez lo podrías oír. Sin embargo, quizá te parecerá extraño que sea ésta la única cuestión simple entre todas y que jamás se presente al hombre como las demás. Hay casos, sí, e individuos para quienes mejor les sería estar muertos que vivir, pero lo que tal vez parezca chocante es que para esos individuos, para quienes vale más estar muertos, sea una impiedad el hacerse ese beneficio a sí mismos, y tengan que esperar a que sea otro su bienhechor.
Entonces Cebes, sonriendo ligeramente, exclamó, hablando en su propia lengua:
-Sépalo Zeus.
-En efecto -prosiguió Sócrates-, desde este punto de vista puede dar la impresión de algo ilógico. Sin embargo, no lo es y tal vez tenga alguna explicación. Y a propósito, lo que se dice en los misterios sobre esto, que los hombres estamos en una especie de presidio, y que no debe liberarse uno a sí mismo ni evadirse de él, me parece algo grandioso y de difícil interpretación. Pero lo que sí me parece Cebes, que se dice con razón es que los dioses son quienes se cuidan de nosotros y que nosotros los hombres, somos una de sus posesiones. ¿No te parece así?
--A mí, sí -respondió Cebes.
-Y tú, en tu caso -prosiguió-, si alguno de los seres que son de tu propiedad se suicidara, sin indicarle tu que quieres que muera, ¿no te irritarías con él?; y si pudieras aplicarle algún castigo, ¿no se lo aplicarías?
-Sin duda alguna -respondió Cebes.
-Pues bien, quizá desde este punto de vista no sea ilógica la obligación de no darse muerte a sí mismo, hasta que la divinidad envíe un motivo imperioso, como el que ahora se me ha presentado.
-Esto sí -dijo Cebes- es a todas luces verosímil. Pero lo que decías hace un momento de que los filósofos estarían dispuestos con gusto a morir eso, Sócrates, parece un absurdo, si está bien fundado lo que acabamos de decir: que la divinidad es quien se cuida de nosotros y que nosotros somos sus posesiones. Pues el que los hombres más sensatos no sientan enojo por abandonar esa situación de servidumbre en la que tienen por patronos a los mejores patronos que hay, a los dioses, no tiene explicación, porque no cabe que el sabio crea que él cuidará mejor de sí mismo al estar en libertad. En cambio, un hombre insensato posiblemente creería que debe escapar de su amo, sin hacerse la reflexión de que no debe uno huir de lo que es bueno, sino, al contrario, permanecer a su lado lo más posible; de ahí que huyera irreflexivamente. Pero el que tiene inteligencia es muy probable que deseara estar siempre junto a quien es mejor que él. Y según esto, Sócrates, lo lógico es lo contrario de lo que se decía hace un instante: a los sensatos es a quienes cuadra sentir enojo por morir; a los insensatos, en cambio, alegría.
Al oírle, Sócrates me dio la impresión de que se alegraba con las objeciones de Cebes; y dirigiendo la mirada hacia nosotros, dijo:
-Siempre, es verdad, está Cebes rastreando algún argumento, y nunca se muestra dispuesto a aceptar al pronto lo que se diga.
-Pero el caso es, Sócrates -dijo Simmias-, que a mi también me parece que esta vez Cebes no dice ninguna tontería. Pues ¿por qué razón unos hombres, sabios de verdad, huirían de amos que son mejores que ellos y se apartarían tan a la ligera de su lado? Y me parece que es a ti a quien apunta Cebes en su razonamiento, porque con tanta facilidad soportas el abandonar no sólo a nosotros, sino también a unos amos excelentes, según tú mismo reconoces, a los dioses.